sábado, 22 de septiembre de 2007

Músicas de Sala en los Siglos de Oro



Incluso para el hombre occidental del siglo XXI puede suponer un placer enorme el reencuentro cotidiano con los dones humildes de la naturaleza: el tacto del agua, el olor de los panes recién cocidos, el rosa que va ganando la blancura de un gran cardo, el silencio de un atardecer, el gusto de un trago de vino. Al margen de su posible simbolismo, algunos de los más hermosos cuadros de nuestros Siglos de Oro son una celebración de los goces que deparan las maravillas humildes.
Ese arte de pintar rincones de barberías, zapaterías, burros, alimentos y demás cosas viles, que, al decir de Plinio (Naturalis Historia, XXXV), cultivara en época helenística el artista Peiraikos, se retoma a finales del Renacimiento. La gracia, no exenta de cierto manierismo, está en mostrar un huevo frito con la minucia y dignidad con que se pinta un noble a caballo. Diego Velázquez, Juan van der Hamen, Juan Sánchez Cotán, Felipe Ramírez… nos hacen mirar con ojos nuevos las menudencias en las que, desengañados de más altos empeños, cifran la felicidad los hombres a quienes no tocó vivir tiempos heroicos.
Miguel de Cervantes, moviéndose por la mitad sur de España, fue testigo en el último tercio de su vida de la aparición de este género del bodegón. En 1617 escribe: “No siempre va en un mismo peso la historia, ni la pintura pinta cosas grandes y magníficas, ni la poesía conversa siempre por los cielos. Bajezas admite la historia; la pintura, hierbas y retamas en sus cuadros; y la poesía tal vez se realza cantando cosas humildes.” (Los trabajos de Persiles y Segismunda. Libro III, Capítulo XIV). En efecto, también la poesía incurre a su manera en los bodegones; a veces, desarrollando el viejo topos del menosprecio de corte. Góngora brinda ejemplos magníficos, tanto en sus versos de altas pretensiones estilísticas como en los de más sencillos recursos. En este segundo ámbito es bien conocido su Ande yo caliente, en el que el pan tierno, la morcilla y el aguardiente parecen salidos de un cuadro del primer Velázquez:

Traten otros del gobierno
del mundo y sus monarquías,
mientras gobiernan mis días
mantequillas y pan tierno,
y las mañanas de invierno
naranjada y aguardiente.
y ríase la gente.

Coma en dorada vajilla
el príncipe mil cuidados
como píldoras dorados:
que yo en mi pobre mesilla
quiero más una morcilla
que en el asador reviente,
y ríase la gente.

Cuando cubra las montañas
de plata y nieve el enero
tenga yo lleno el brasero
de bellotas y castañas,
y quien las dulces patrañas
del rey que rabió me cuente
y ríase la gente.

Menos conocida es la poesía que dedicó a Vicente de Sancta Ana, músico del corregidor de Córdoba don Diego de Vargas. El tono va buscando la elegía desde la entrañable añoranza del placer de la comida, que los amigos compartían. Esos tordos que se están cebando con uvas por el Arroyo Bejarano están ensartados en una caña esperando el asador en el maravilloso Bodegón de caza, hortalizas y frutas (1602) de Juan Sánchez Cotán (1560-1627), casi contemporáneo exacto del cordobés:

A ganas de comer descomedidas
convite cordobés, Vicente hermano.
A pájaros que vienen a la mano,
un baldrés basta, dos plumas fingidas.
A tordos que así saben sus dormidas,
cañaveral en ellos, pues es llano
que el Castillejo, y aun el Vejarano,
cebándolos están de uvas podridas.
A Sancta Ana con hambre, huésped divino,
Sanct Lázaro le hospede, y sea este año,
porque de sus carneros algo le ase.
Claridad mucha causa mucho daño;
arrollad, Musa, vuestro pergamino,
y dejad maliciosos en su clase.

E incluso cuando su poesía se va haciendo puro sonido, siguen las escenas de bodegón o afines. Aquí (Soledad primera) pinta cien perdices cuyas patas rojas parecían botas de tafilete, que serían la envidia de los berberiscos:

Sobre dos hombros larga vara ostenta
en cien aves cien picos de rubíes,
tafiletes calzadas carmesíes,
emulación y afrenta
aun de los Berberiscos
en la inculta región de aquellos riscos.

Y aquí un quesillo asadero prensado por una hermosa vaquera cuya blanquísima mano apenas se distingue de la leche por las venas:

Sellar del fuego quiso regalado
los gulosos estómagos el rubio
imitador suave de la cera,
quesillo dulcemente apremïado
de rústica, vaquera,
blanca, hermosa mano, cuyas venas
la distinguieron de la leche apenas;
mas ni la encarcelada nuez esquiva
ni el membrillo pudieran anudado,
si la sabrosa oliva
no serenara el bacanal diluvio.

Las Soledades están llenas de olores, descripciones táctiles, coloreadas imágenes, sabores sugerentes y, muy especialmente, de sonidos. Como los cuadros que venimos evocando, quieren sonar, oler, gustar; aspiran a la sinestesia: “Rompida el agua en las menudas piedras,/ cristalina sonante era tiorba”.
La poesía de Góngora puede cautivar hoy tanto por la celebración de los placeres que la naturaleza brinda al hombre a través de los cinco sentidos (de cuyo disfrute personal también da cuenta el poeta) como por la búsqueda de una expresión que aspira de continuo a la música y a lo sensual. Denostando al más grande de los poetas, decía Menéndez Pelayo en 1894 que Góngora “llegó en su última época al nihilismo poético, a escribir versos sin idea y sin asunto, como meras manchas de color o como mera sucesión de sonidos”.
A despecho del tópico que considera cierta obra de Góngora apartada de la vida, quienes lo leen saben que su poesía arranca siempre de la observación de lo cotidiano, de lo popular. Es el Barroco que se hace barroco por su afán hiperrealista, por dar cuenta de lo que se ve queriendo ser fiel hasta el extremo, permitiéndose si acaso sólo el chiste. También es la expresión celosa de una música que acaso el cordobés no llegó a dominar por completo: “en mi aposento otras veces/ una guitarrilla tomo,/ que como barbero templo/ y como bárbaro toco”.
Unas pocas veces dentro (Los tres músicos de Velázquez) y, las más, imaginados fuera, cerca de las viandas que pintan los cuadros están los instrumentos músicos. Muy especialmente los instrumentos bajos de volumen, los aptos para la “música instrumental de sala”, como llamaba a los sones de la intimidad otro gran amigo del poeta de Córdoba: el rondeño Vicente Espinel.
El azar ha querido que el copista del siglo XVII que anotó pacientemente las poesías de Góngora en un manuscrito conservado hoy en la Biblioteca Nacional (el Mss. 4118, uno de los mejor conformados antes de las ediciones) apuntara también en las seis últimas páginas tres piezas completas para bandurria (un Pasacalle, una Gallarda y una Jácara), que acaso fueran compuestas por el cordobés o formaran parte al menos del repertorio que interpretaba en su pequeño instrumento para solaz propio y de sus amigos.
Pues sí, es posible que Bandurrio (como le motejara a veces Lope de Vega) tocara en efecto la bandurria, instrumento de corte popular que a la sazón compartía protagonismo con la guitarra, garbosa ésta por los más dispares ambientes: tabernas, barberías, cámaras palaciegas.
En uno de los pocos autógrafos (una carta) que conservamos de don Luis de Góngora, como gustaba firmar nuestro poeta, el cordobés escribe: “perdóname, amigo, que estoy hecho pedaços y son las onçe”. Era 1622. Faltaban cinco años para que Góngora dejara de pisar el suelo del Potro. Sufría de la vista (“el pleito de mis ojos se va trampeando de manera que temo la sentencia de la vista”) y a veces no puede acortar las noches de enero con “doblados libros”, porque “mis ojos no me dan lugar a volver la oja”. Es posible que entonces agarrara una bandurrilla (“Ahora que estoy despacio,/ cantar quiero en mi bandurria/ lo que en más grave instrumento/ cantara, mas no me escuchan”) y tañera.

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